En recuerdo de David Ojeda

ace un poco menos de un año, el 8 de octubre del 2016, murió David Ojeda, escritor potosino nacido en 1950. Parecía destinado, en sus orígenes como escritor, cuando ganó el Premio Casa de las Américas, a ser uno de los protagonistas de su generación, pero él prefirió a la fama el rigor de su trabajo personal y el fomento y estudio de la literatura de su tierra natal. En San Luis mantuvo un taller literario durante treinta años, heredero del de Miguel Donoso Pareja en el que había participado de joven, y que formó a varias generaciones potosinas.

Estudió Derecho porque en la Universidad local no había, creo que no la hay todavía, escuela de Filosofía y Letras. Y en un ambiente árido y pacato trató de impulsar la cultura, reconociendo primero a los maestros que aún estaban vivos. A él se deben, por ejemplo, las ediciones de la poesía reunida de Félix Dauajare y Joaquín Antonio Peñalosa. También se preocupó por abrir espacios para los nuevos escritores, en proyectos institucionales, como la editorial Ponciano Arriaga, y en proyectos independientes como Ediciones Nod. Tuvo también una importante actividad como tallerista y promotor en la vecina Zacatecas, donde a lo largo de su vida de escritor colaboró con la revista Dosfilos, de José de Jesús Sampedro.

Su marca como tallerista dejó una impronta muy profunda en Ciudad Juárez, a donde a veces con apoyo institucional a veces sin él, viajaba a dar sus clases, en un recorrido en camión nada breve. Y lo hacía con un entusiasmo que suscitaba envidia. De allí salieron varios escritores cuyos libros han ganado premios, lectores y reconocimiento de la crítica. El surgimiento de una poesía juarense, una de las ciudades menos poéticas imaginables, se debe en gran medida a su impulso y entusiasmo. Pero David tuvo poca cercanía con Ciudad de México y el centralismo le pasó factura. Fue hasta la última década de su vida que, gracias a los libros que publicó Ediciones Sin Nombre, pero sobre todo las novelas que le publicó Tusquets, La santa de San Luis (2006) y El hijo del coronel (2008) fue saliendo del olvido al que lo condenaba su rechazo a los mecanismos de promoción y autopromoción al uso.

Escritores como Joaquín Cosío, Jorge Humberto y Miguel Ángel Chávez en Juárez, o Juan José Macías y Gonzalo Lizardo en Zacatecas, han reconocido la deuda que tienen con su entusiasmo y ánimo personal. David Ojeda supo ser un buen amigo, querido por sus amigos, sin abdicar del rigor y la crítica. Elaboró, por ejemplo, una muestra antológica de la literatura potosina del siglo xx. Esos libros suelen estar inmersos en polémicas y reclamos. También le ocurrió a la suya, pero pocos le pudieron reprochar que hubiera dejado fuera cosas que valían la pena. En los viajes a San Luis visitarlo era una parada casi obligatoria; fue buen anfitrión, junto con Laura Elena González, su compañera, también escritora. David presumía sus hallazgos musicales –el rock fue una de sus pasiones– y bebía con alegría y con exceso, si bien pocas veces con mal trago. Las discusiones podían subir de tono y terminar a gritos sin tener consecuencias más allá del día siguiente. Un día, como una especie de revelación del templo, me mostró una colección de máquinas de escribir mecánicas absolutamente maravillosa.

Cuando la muerte visita a los amigos su presencia es más evidente, concreta, como no lo es la cifra en una noticia o la estadística en un informe. De David Ojeda se sabía que estaba enfermo, la vida le había paso factura, pero aun así no se piensa en lo que es inevitable y se presentará en corto plazo. La desaparición sucesiva de varios escritores, que va desde el infortunado accidente en que murió Ignacio Padilla hasta la de Sergio González Rodríguez, pasando por René Avilés Fabila y Guillermo Samperio, la sensación que nos deja es de una gran ausencia, de conversa-ciones que ya no ocurrirán, lecturas que no podremos compartir ni discutir nuestros entusiasmos no pocas veces encontrados.

Justo al escribir estas notas veo la noticia de la muerte de Jorge López Páez, a los noventa y cuatro años, con una vida plena y una obra extraordinaria, y sin embargo esa sensación sigue presente: ya no lo encontraré en El Palacio, la cantina que solía frecuentar en una época. Esas ausencias siguen doliendo durante mucho tiempo. No pocas veces al leer un determinado autor pienso hablarle a David y platicar con él “mi descubrimiento” (parecía conocerlo todo) y me interrumpo a la mitad del número telefónico. Como dije antes, el centralismo lo castigó por su obstinada labor de pensar en y desde un lugar no central, y a la sociedad potosina le resultaba incómoda su postura, habrían preferido que se fuera, presumirlo, pero de lejos, para no tener que confrontar su escritura.

Durante meses he tenido sus libros sobre mi escritorio para escribir un adiós, pero es muy difícil desprenderse de la imagen del amigo para hablar del escritor, cosa que hacía sin el menor problema cuando estaba vivo. Tal vez sea esa la razón de que en los velorios burgueses se suela guardar un “respetuoso silencio” y que los de pueblo se transformen en borrachera. Sé que la amistad no es una noticia, ni siquiera una noticia literaria, pero sé que también para él la amistad fue un valor afectivo importante. Muchas veces fui testigo de lo que le dolía pelear con sus amigos, sobre todo por razones políticas, y vi también el gusto que le provocaba reencontrar esas amistades como si nada hubiera pasado. Llegamos a discutir fuerte pero nunca peleamos y nunca dudé de su talento como escritor y del valor de sus libros. Cuando me encuentro con algunos de los que lo quisieron esa amistad es una especie de contraseña. Volveremos a leer sus ensayos narraciones y poemas y tendrá el lugar que merece. En este texto no se trata de eso sino de decirle adiós a un amigo. De José María Espinasa / La Jornada San Luis / San Luis Potosí / Julio 8 de 2017.

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